sábado, 23 de enero de 2010


Hablemos del duende. De ese que asoma la cabecita cuando conoces a alguien. Tímido el primer día, te puede hacer creer que no está, ni estará, que se perdió, igual que la inocencia. De repente un día te levantas y ya no está. Lo sabes, pero la dejas marchar. Con el duende no pasa eso, siempre está ahí. A veces brilla para tí y otras se echa a descansar (porque se reserva para los mejores momentos).
El duende de aquellos que me importan me embruja. Por sus diferencias, por sus similitudes. Podría decirse que es un color capaz de inundar una habitación. Estás tú y la otra persona y por arte de magia, sí, magia, un color te ciega. Pero de manera positiva. Te reconforta, te acurruca en su regazo. Es entonces cuando lo tomas prestado, para añadirlo a tu colección. Sile, nole. Como si de cambiar cromos se tratara.
Por eso cuando veo la cantidad de colores que he tomado a aquellos a quienes quiero, todo me vale. Todo está bien.


BOOOOOOOOOM.
¡Ese color otra vez!

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